En la película Vals con Bashir[1],
Ari Folman nos presenta su recorrido personal desde el olvido hasta el
encuentro con el recuerdo traumático que es la raíz de ese olvido. Es una
película con una bellísima propuesta visual en dibujos animados. Inicia con un
sueño: 26 perros corriendo por una calle hasta detenerse en el umbral de la
ventana del soñante. El soñante sabe bien a qué corresponde: fueron 26 perros
los que mató durante su participación en la guerra del Líbano como miembro del
ejército de Israel. El relato del sueño confronta al
director. “¿Qué recuerdas de tu participación en la guerra?” Nada, realmente.
Aparece un recuerdo encubridor: en él está bañándose una madrugada en el mar,
desnudo, junto con otros de los compañeros de su patrulla. Al fondo pueden ver
los edificios y, sobre ellos, bengalas que se iluminan. Aún no sabe el horror
que el recuerdo encubre.
En su interés por saber qué pasó
durante la guerra, pero, sobre todo, por saber por qué él no recuerda, Folman
interroga una serie de compañeros suyos de esa época. Uno le cuenta del ataque
que sufre en un tanque de guerra. El primer oficial al mando cae fulminado de
un disparo. Él sigue en la cadena de mando. Los atacan intensamente con
armamento pesado. Él y sus compañeros no tienen más opción que salir corriendo.
Se dirigen al mar mientras les disparan. Todos, menos él, mueren. Oculto detrás
de una roca, evoca una escena infantil: él es un niño y está ayudando a su mamá
en la cocina. Él era el que le ayudaba a la madre. Esta vez no ha ayudado lo
suficiente a sus compañeros y han muerto. Cae la noche y se
sumerge en lo profunda del mar y finalmente llega a la orilla, preso más de la culpa que de la
alegría de estar vivo.
Conocemos luego la historia de un
joven que encuentra una manera de sortear los horrores de la guerra imaginando
que todo lo ve a través de una cámara fotográfica. Esa cámara imaginaria es el mejor
recurso de su fantasma. Pero eso no lo salvó del encuentro contingente con lo
traumático. En un campo observa unos caballos caídos: algunos muertos,
despedazados, algunos gimiendo con lesiones graves. La agonía del animal lo
confronta de una manera que no lo hizo el sufrimiento humano, y su pantalla se
rompe. Queda expuesto directamente a lo real de la devastación y la muerte. Su
cámara imaginaria no lo había preparado para ese encuentro con lo real.
Folman sigue recordando su paso por
la guerra. Los días vividos, las distintas experiencias, su participación en
cada escenario. Hay que reconocer el coraje del director, la valentía requerida
para adentrarse en el hoyo del trauma e ir en contravía de las resistencias
radiales alrededor del trauma. Se requiere querer saber para poder atravesar el
encuentro con lo real del trauma. Vuelve al recuerdo encubridor de la playa.
Las bengalas en el cielo, que aparecían inicialmente como un elemento
accesorio, pasarán a ser lo que ilumina el núcleo traumático. La escena se
sitúa en la madrugada después de lo que se conoció como la masacre de Sabra y
Shatila. Luego del asesinato Bashir en Líbano, los falangistas cristianos
asesinan a cientos de refugiados palestinos y chiitas libaneses. Folman sabe
que no participó en la masacre, pero cuestiona su papel. Él, como otros, se
encargaron de lanzar bengalas sobre el campo de refugiados. ¿Permitieron que
los cristianos perpetuaran la masacre? ¡El horror! La bengala es el enlace
entre el recuerdo encubridor y el hueso del trauma. La historia de la masacre,
según se lo señala su amigo, lo liga con una masacre anterior: sus padres son
sobrevivientes de Auschwitz. ¿Está ahora
Folman en el lugar del agresor?
Ahora el velo del recuerdo se
levanta, no solo para el director, sino para nosotros los espectadores, que
hemos estado en el lugar de Folman en su recorrido del olvido al recuerdo. La
película que hasta entonces había transcurrido en dibujos animados,
abruptamente pasa a mostrarnos imágenes reales de la mañana posterior a la
masacre, acompañadas por los gritos angustiados de una mujer y por un silencio
doloroso. Ese es nuestro momento de despertar.
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